jueves, 24 de febrero de 2011

Brindemos

El matrimonio de Ernesto Pereira y Amanda Sepúlveda fue el más bullado de la ciudad en ese mes. Gente de todas las periferias y latitudes asistió. Se vieron diversos peinados, vestidos y trajes. Los porteros contaron unas 350 o más personas y, mencionar los platos que los mozos llevaron hacia y desde la cocina, sería una cifra estratosférica. Doña Amanda se casaba por segunda vez, luego de que anécdotas “que no nos interesan” llevasen el fracaso a la primera unión conyugal; ella tenía un hijo pequeño y algunos de los compañeros de curso del infante asistieron a la gran ceremonia. Una fiesta para toda la familia, todas las familias, y todas las edades.

El sacerdote que presidía el sacramento fue testigo de una bella y emotiva boda en que ambos enamorados mostraron la honestidad de sus sentimientos. Aplausos, unas lágrimas, y los asistentes fueron llevados al banquete. En los mesones prolijamente decorados con flores blancas, esculturas de cristal y delicias de cóctel, estaban los vasos de vidrio relucientes e inmaculados. Apenas el primer invitado ingresó, los camareros llenaron los vasos con sodas, jugos y néctares de todas variedades. Las burbujas de la gaseosa bullían con intensidad similar a la alegría de los asistentes, mezclándose entre los rojos y dorados de aquellas bebidas de fantasía. Las copas de champagne se izaron a la hora del brindis y se armó una motivada conversación entre novios y familiares mientras se esperaba el banquete. Las copas lentamente eran vaciadas de su etílico contenido, al tiempo que los vasos lo eran de sus inocuos brebajes. El abuelo del novio bebía un poco de vino para animar su apasionada conversación sobre la infancia del recién casado, mientras uno de los niños tranquilamente se endulzaba los labios con un jugo de manzana.

Un hombre con impecable traje azul oscuro deja en la mesa una larga y delgada copa con el más fino champagne. Al lado había un vaso que nadie había tocado desde que el mozo llenó sus tres cuartas partes con una gaseosa de piña. El vaso no pudo ignorar la presencia de la recién llegada, forjada en cristalería extranjera sacudía con elegancia el resto de champagne que aun tenía en su interior. Poco podía hacer vidrio comprado en el supermercado de la ciudad para impresionarle, salvo aprovechar el suave golpe accidental que alguien le da a una pata de la mesa para desplegar un espectáculo de burbujas en sus bordes. La copa, claro, no le presta atención. Intenta acercarse moviéndose torpemente hacia ella, con fin de saludarle y quizá conversar, pero sus planes se ven interrumpidos por una horda de meseros que asaltan la mesa y llevan a sus inquilinos hacia la cocina, les dan un lavado rápido y los disponen en la larga mesa que sería usada en la comida. El vaso terminó a unos cuatro puestos de la copa, y pronto fue llenado con fría agua de llave que el comensal pidió. A través del incoloro líquido, observa con atención a la copa, que pasó la cena entera vestida de un único y delicado marrón suave, un elixir que el vaso no logró reconocer.

Cuando los mozos trajeron los postres, las pequeñas vasijas de frutas con cremas ayudaron a camuflar al vaso, quien lenta y sigilosamente avanza por la mesa, dirigiéndose hacia el cristal que tanto le llamó la atención. El tío del novio terminaba de beber el jugo de su postre cuando el vaso apareció allí, a pocos centímetros de la copa. A tan corta distancia, la perfecta fundición y moldeado eran evidentes. La luz del salón se filtraba a través del mango y tazón propiamente tal, dando bellas tonalidades púrpuras y celestes mientras el licor del interior entregaba matices dorados al conjunto. Un silencioso espectáculo en el bullicio de la sobremesa, una gala que sólo el vaso parecía poner atención. El tío del novio bebió un poco del brebaje de la copa y, producto de las hilarantes historias que a los presentes contaba, la deja con fuerza sobre la mesa. El golpe deja danzando el líquido del interior y la copa luce todas sus habilidades y todas las propiedades que un perfecto moldeado le dieron. Cautivado por los colores esmeralda que la copa crea, el vaso no presta atención al primo de la novia que, presa del vino que ha tomado antes, le agarra con agresiva actitud y toma al seco toda el agua que él tenía. Con misma violencia deja al vaso vacío en la mesa, al lado de la copa. Ella lo ve, con pocas gotas de agua cayendo por el borde, reflejando modestamente la luz blanca de la habitación, sonriéndole. Le devuelve la sonrisa con cortesía, vuelve la mirada y continúa exhibiendo su callado espectáculo, a un público que definitivamente no es él.

Las horas pasan, el inmueble se mueve para crear una pista de baile donde clásicos de épocas pasadas animan la fiesta. El primo de la novia duerme en un sillón, rendido ante su hígado. El vaso ha vuelto a la mesa de los jugos. Una de las mozas carga una bandeja llena de copas en su hombro. Las copas están llenas de un sour de limonado color. El vaso reconoce el cáliz de su platónica y el reflejo que ella hace con la luz. El brebaje que ahora carga crea, junto con sus compañeras, una aurora dorada y plateada que maravilla al vaso. Incluso desde la distancia, percibe los tonos púrpuras que su idílica produce. La moza da un paso en falso con su tacón derecho, intenta corregirlo con su otro pie, y las copas tambalean. La gravedad insiste y la pierna diestra es la última esperanza. No hubo posibilidad. La bandeja con copas cae al piso y el vaso sólo ve cómo las baldosas de cerámica se convierten en testigo de un genocidio accidental. Observa con pavor como la copa se devasta en cientos de piezas al azotarse contra el suelo, en pocas décimas de segundo el mango y el soporte tienen similar destino. Todo en un lago de sangre amarilla. Incluso el sonido que hizo al destrozarse fue bello y perfectamente armónico. Permanece estupefacto mientras los mozos asisten a la compañera caída, llevan trapos y escobas para limpiar el desastre y la accidentada pide disculpas a los presentes por el desagradable infortunio.

El vaso cierra sus ojos, se dirige hacia el borde de la mesa y mira por última vez el lugar donde ocurrió la tragedia, aún puede verse un poco de brillo vítreo que los mozos no pudieron limpiar. Un niño, cansado de correr por los patios con sus amigos, va a la mesa a tomar un refrescante jugo de naranja. Aún agitado por los trotes y saltos, da un ligero agarrón al mantel. El vaso aprovecha la oportunidad y se lanza, con bebida de damasco y todo hacia el vacío. El niño se asusta y corre pensando que fue su culpa. Un mesero se acerca algo malhumorado por el segundo incidente y limpia los restos de vidrio del piso. Los coloca en una pala y a los pocos segundos los restos del vaso se hallan en una bolsa plástica negra, se cierra la tapa del basurero.

Sus ojos se abren en el momento en que la tapa es levantada, un cocinero bota los restos de una carne que no fue comida. Los restos de vidrio observan un cristal que yace sobre unos granos de arroz. Aunque la luz de la cocina era más modesta que la del salón, los tonos lilas son inconfundibles, los fragmentos de vidrio no pueden evitar sonreír, se acercan a los añicos de cristal y le saludan. Ella devuelve el saludo. Él lanza un irónico comentario respecto a la dicha de los vasos en el matrimonio y ella ríe tímidamente. La tapa del basurero se cierra y ellos se quedan allí, conversando.



La historia versa así: En SOS apareció un concurso sobre escribir un cuento (de máximo 2 páginas) con temática "Amor/Amistad". Sí, soy antagónico a ese tópico pero, se hizo lo que se pudo, en cuatro días más sabremos si gané algo o no. Y...como siempre, el protagonista tenía que morir. Saludos a Natalie Imbruglia, escuchando Torn me inspiré. Loco ¿no?